La revue culturelle critique qui fait des choix délibérés.

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Que traducir no es / no sea otra cosa que crear
| 13 Fév 2018

Desde hace unos años me interesa, de un modo muy personal, porque afecta a mis procesos de escritura, todo lo relacionado con la traducción y la autotraducción. Este interés tiene que ver con una biografía algo fronteriza, algo migrante: mi madre y algunos de mis siete hermanos fueron emigrantes a Latinoamérica. Yo misma viví un fuerte sentimiento de desarraigo geográfico y social cuando, a los doce años, pasé de vivir al aire libre, entre arados romanos y vacas en una aldeíta de Galicia, al internado de un colegio religioso en la ciudad.

En la aldea se hablaba una lengua despreciada como ruda, paleta, propia de unas gentes “sin cultura”, el gallego. En la ciudad, en aquel Colegio para señoritas, hijas de la burguesía, se hablaba la lengua “nacional”, el castellano. El gallego era entonces, en aquel lugar como en muchos otros, objeto de burla. Eran los 60, vivíamos bajo la dictadura franquista.

Con 23 años me trasladé a Madrid, donde vivo desde entonces: tampoco es exactamente mi casa pero Madrid es ciudad de acogida y sabe apreciar todos los acentos.

Quizás de esta posición siempre fronteriza, se deriva una cierta inclinación a transitar zonas de conflicto, entendido el conflicto como lugar de discusión, de búsqueda y aproximación a alguna manera de verdad. La traducción de poesía es zona de conflicto. Pertenezco al clan de las que agradecen haber podido leer a Shakespeare, Rimbaud o Emily Dickinson en traducción a una lengua mía y me cuesta comprender algo con lo que una se encuentra con cierta frecuencia y es que alguien se niegue a leerlos si no puede hacerlo en su lengua original. Agradezco todavía más las versiones bilingües, que colaboran con mis pobres conocimientos de otras lenguas para ayudarme a comprender a sus poetas. Yo misma soy bilingüe gallego-español y habito, en la vida y en la escritura, esa extraña frontera lingüística que es también, o sobre todo, una frontera social.

No creo que pudiera explicar bien mi relación con el lenguaje, con las lenguas, la traducción, la autotraducción y la poesía misma sin aclarar primero la razón por la cual mi poesía se equilibra en esa línea quebrada e inestable de los cruces lingüísticos, que es a la vez un espacio de maravillosa libertad creativa. Todo tiene su origen allá, en aquella distancia entre la ciudad y la aldea, entre ejercicio del dominio y aceptación de la subalternidad. También en mi desacuerdo con la idea de que existen lenguas buenas y lenguas malas, en mi desacuerdo con una extraña interpretación de lo que es cultura y con esa singular concepción de la superioridad de unas personas sobre otras y de la ciudad sobre el mundo rural. Intentaré resumir muchísimo una historia de siglos de mala relación entre mi lengua de nacimiento, el gallego, y mi lengua “de formación”, el castellano.

Real Academia Española: “Limpia, fija y da esplendor"El Estado español ha venido ejerciendo desde muy atrás una política lingüística centralizadora, colonizadora [1]. La Academia de la Lengua Española, desde su fundación en 1713, colaboró obediente en ese empeño, siempre fiel a la idea inicial de “limpiar, fijar y dar esplendor”. Esto ha sido así, de manera notable, durante los años de la dictadura franquista. Sigue siéndolo, por más que ambas instituciones se hayan querido pintar las garras. La riquísima variedad dialectal del castellano, incluidas todas las latinoamericanas, así como las otras lenguas del Estado – gallego, catalán y euskera – son las víctimas de ese afán colonizador.

El gallego quedó reducido al mundo rural de Galicia desde la Edad Media y excluido de las ciudades, las instituciones, la cultura oficial, la lengua escrita y la literatura. Hasta la década de 1980 hablábamos gallego en nuestra vida social y familiar aldeana pero en la escuela, en todos los niveles educativos, la formación se recibía y expresaba en castellano. Una nota sobre la mesa de la cocina se dejaba en castellano. Las cartas a los que habían emigrado a Caracas se escribían en castellano. El gallego no existía como lengua escrita. Quienes hablábamos gallego nos comunicábamos por escrito en castellano.

Eso es así hasta hace poco y mi generación da testimonio de ello. A finales del siglo XIX surgió un fuerte sentimiento nacionalista-gallego entre las clases medias cultivadas de las ciudades de Galicia, hablantes habituales del español, que empezaron a pensar la lengua gallega como posible vínculo y soporte de ese sentimiento nacionalista. Es éste un momento interesante: por una parte, grandes poetas locales como Rosalía de Castro o Manuel Curros Enríquez adoptan sin remilgos el gallego como lengua de sus poéticas y consiguen, con esa lengua de campesinos y marineros, construir excelente poesía. Al mismo tiempo, representantes del intelectualismo nacionalista empiezan a pensar en la necesidad de normativizar esa lengua, que consideraban bruta y pobre, para dignificarla y capacitarla como vehículo cultural [2]. Los intentos de normativización no cristalizaron, sin embargo, hasta después de la muerte de Franco, pero incluso entonces la idea de la necesidad de “dignificar” el idioma estuvo en la base de todo el proceso.

A fuerza de recibir menosprecio hacia su lengua cotidiana, el gallego, la gente del mundo rural acabó interiorizando la idea de subalternidad lingüística con respecto al castellano. Pero siente el gallego como su propia lengua, aquella en la que se reconoce. Se produce entonces una situación de diglosia. Cuando ha de hablar castellano, por cortesía con el interlocutor o porque considera que el hecho de hablarlo le otorga cierto “status” social, lo hace con la conciencia de estar hablando una lengua ajena a su mundo, una lengua que “no habla bien” y que, autodespectivamente, nombra como “castrapo”.

El castrapo era un castellano interferido por buenas dosis de elementos léxicos y gramaticales del gallego que varían en cantidad dependiendo del origen de los hablantes. También en las ciudades se encuentran, todavía hoy, hablantes fronterizos, pero la carga de elementos procedentes del gallego era y es mucho más visible en los hablantes habituales de esta lengua en el mundo rural ya que para ellos el castellano es una segunda lengua. La consideración que recibe la palabra “castrapo” es pésima, una malalengua. Este era su sentido hasta hace un tiempo.

Desde la década de los ochenta, los defensores de la lengua normativizada, creadores de la lengua estándar, se han ido ocupando de atribuirle al gallego rural la consideración de “castrapo”. Este cambio semántico deja en vergonzosa evidencia el desprecio de las clases cultas de la ciudad por los hablantes rurales, un desprecio que ha sido progresivo desde el XIX y el Rexurdimento [3]. Los hablantes de gallego sufren ahora, como una afrenta, el hecho de que se les diga que hablan “castrapo” cuando hablan su gallego “de toda la vida” (“castrapo” es la palabra que ellos utilizaban, insisto, para referirse a su malalengua, su castellano. No se les reconoce a ellos como hablantes de gallego sino de un castellano deteriorado; a ellos, que han conservado el gallego como lengua viva durante más de quinientos años contra todo intento de colonización, mientras la ciudad y la cultura les daban la espalda) [4].

Doble diglosia ahora: son igual de malos su gallego y su castellano; es más, son la misma cosa, una lengua de brutos, una lengua inferior, indigna, asilvestrada – esas cosas dicen. No saben hablar. Sigue viva la consideración de la indignidad [5] del gallego rural. Nada raro: siguen vivísimas la desigualdades sociales y las categorías de lo socialmente bueno y malo.

***

Mis libros anteriores a 2006 están escritos en castellano [6]. Casa pechada (2006) está escrito en gallego estándar; Cativa en su lughar (2012) está escrito en castrapo y me descubre la maravillosa libertad de escribir poesía con una lengua sin norma; tra(n)shumancias (2015) contiene poemas en gallego, en castellano, en castrapo y también poemas en que se cruzan estas y otras lenguas; mi último libro, CO CO CO U (2017), está escrito en el gallego dialectal de mi zona, con todos los rasgos fonéticos locales. Sigo buscando mi lengua poética.

Luz Pichel, Cativa en su lughar / Casa pechadaCativa en su lughar es el libro que me regala un lenguaje, con el que todo cambia. Me piden una versión en castellano de Casa pechada. Pero Casa pechada es un libro de contenido rural que abunda en terminología propia de la aldea, sus casas, los animales, los trabajos, los miedos, los sentires. Intento traducirlo al castellano y no me resulta difícil hacerlo pero el mundo de Casa pechada no quedaba en absoluto traducido en este castellano mío, que yo llamo “de formación” con todas las imprecisiones que esta expresión contiene. El resultado era plástico malo, cosa fría y muerta, como cadáver. Por entonces, ya había estado haciendo intentos de escribir en castrapo y pensé que tal vez fuese el castrapo la lengua de mi traducción, aquel castellano malo que usábamos para hablar con los maestros, los curas, los médicos y los registradores. Así fue: el castrapo me permitía traducir aquel mundo de un modo vivo, veraz, y comprensible desde el castellano.

Y ocurrió lo inesperado, la sorpresa con la que siempre te alcanza la poesía cuando aparece: podía inventarme cualquier palabra, era libre, no había normas, habitaba la frontera donde están todos los cruces y las palabras suenan con todos los colores imaginables. Los poemas crecían, se amplificaban, se transformaban recogiendo otros cambios que se habían producido en mí desde la escritura de Casa pechada, seis años antes.

Además, algunas palabras, algunos giros podrían necesitar definición o cierta explicación. Aparecen entonces las glosas a esas palabras. Y las glosas juegan con el nuevo lenguaje y acaban siendo poemas y aclarando lo innecesario, sesgando u ocultando. Al final, lo que hubiera podido ser una traducción acabó siendo una traición que, según la opinión de mis amigos y la mía propia, supera con creces al original. Y el mundo de Casa pechada quedaba a salvo, traducido fielmente. Es más, Casa pechada se leyó sobre todo a partir de Cativa en su lughar cuando aparecieron juntas en versión bilingüe.

Nada de esto hubiera podido hacer un traductor ajeno a la obra (¿o sí? ¿o hasta qué punto?). Escuché decir una vez a un compañero poeta “traducirse a uno mismo es como operarse a uno mismo”. No puedo estar más en desacuerdo: operarse sería dolorosísimo, además de imposible. La autotraducción puede convertirse en purito placer: es fácil traicionarse a una misma pero una, en el fondo, sabe quién es.

Y claro, mi venganza se había completado: el castrapo, esa lengua ruin, esa cosa inservible podía escribir uno de mis mejores libros (creo). El honor de mi gente quedaba a salvo. Un poquitito de justicia se había hecho. Me sentí bien.

Vino después tra(n)shumancias a corroborarme que las lenguas se dejan contaminar y fundir y cruzar. Que en la Europa actual nos pasamos el rato interpretando y traduciendo. Que en la traición, como en el error, es donde la poesía deja caer, como en descuido, sus aciertos mejores. Que los mestizajes lingüísticos son tan naturales como los otros, que las lenguas migran con las gentes porque pertenecen a los pueblos que las hablan más que a sus Academias o a sus gramáticas y gramáticos. Que traducir no es otra cosa que crear.

En 2017, llegó CO CO CO U, tímido y tartamudo, como aldeano de una lengua subalterna, escribiendo la fonética y la cadencia y las contracciones y los pequeños y dolorosos partos de la gente de mi aldea de Alén y de sus muertos y sus muertitas, que ignoran todo esto que les estoy contado, excepto el hecho de que su pobre lengua “no sirve para nada”. Y ya he escuchado por ahí que este es un libro escrito en castrapo. Lo comprendo, porque la confusión está servida, pero no: que no os engañen, esto se llama gallego, gallego de Alén, de una gente que lo habla desde hace más de quinientos años.

La traducción al castellano de este libro la llevó a cabo Ángela Segovia, una poeta grande. Le dije: “traicióname si quieres, siéntete libre”. Y traicionando a veces, nunca me traicionó. Eligió el castellano del pueblo de su abuela, una zona rural castellana y allá se fue, a traducir un mundo subalterno a otro mundo subalterno, una lengua de pobres a una lengua de pobres. Y brilló en toda su libertad.

No sé qué saldrá de lo que la poesía está haciendo conmigo en los últimos tiempos. Se trata de un vaivén, un continuo viaje de idea y vuelta entre lenguas. Escribo en paralelo una forma de traducción-creación que de pronto produce sorpresas, como esas piedras que hacen saltar chispas cuando chocan o como las parejas que, sentadas frente a frente en el bar, inician a la vez el mismo gesto o la misma palabra y salta la sonrisa celebrando encuentros y telepatías. El resultado será algo extrañamente bilingüe en que dos lenguas hermanas de leche se dan de comer con el pico, como pájaros, como novias.

Luz Pichel
Le coin des traîtres

Luz Pichel (Alén, Lalín, Pontevedra, 1947) alterna su residencia habitual en Madrid, donde vive desde 1970, con pequeñas temporadas de descanso en su aldea de Alén. Es autora de los libros de poesía El pájaro mudo (Ediciones La Palma, 1990; I Premio “Ciudad de Santa Cruz de la Palma”); La marca de los potros (Diputación de Huelva, 2004; XXIV Premio hispanoamericano de poesía Juan Ramón Jiménez); Casa Pechada (Fundación Caixa Galicia, 2006, XXVI Premio Esquío de Poesía); El pájaro mudo y otros poemas (Universidad Popular José Hierro, 2004. Reúne este libro la reedición de su primer poemario junto a nuevos trabajos como Ángulo de la niebla, Cartas de la mujer insomne y Hablo con quien quiero). En 2013 publicó Cativa en su lughar / Casa pechada (ed. Progresele, col. diminutos salvamentos, Madrid), en 2015 tra(n)shumancias (ed. La Palma, col. eme, Madrid). Su último libro hasta el momento es CO CO CO U (traducción: Ángela Segovia, dibujos: Eduardo Jiwnani, La uÑa RoTa, Segovia, 2017).

 

[1] “La lengua, compañera del Imperio”, Antonio de Nebrija en el prólogo a su Gramática castellana, 1492

[2] “El verdadero lenguaje gallego no debe buscarse en las montañas, entre las breñas cuyos habitantes, en vez de hablar, braman en su lengua natural”. Manuel Rodríguez Rodríguez, « Declaración Gallega », 1892.

[3] Ese desprecio conduce a algunas decisiones académicas que parecen bien graves también desde la razón puramente lingüística: se elimina del gallego estándar todo dialectalismo (el gallego está fuertemente dialectalizado, debido a la orografía de Galicia, en buena parte), se desprecia su prosodia (ese “acentazo”), se descartan los rasgos más característicos de su fonética, como el seseo y la gheada. Además, como los nuevos hablantes de gallego, lo eran habitualmente de castellano en la mayoría de los casos, en la práctica castellanizan la fonética y la morfosintaxis etc. ya sea por incapacidad de acomodar sus hábitos castellanos al gallego, ya sea por no parecer brutos como los aldeanos. Y esa fonética y esa prosodia “blanqueaditas” resultan ser los modelos exhibidos por los medios de comunicación institucionales, de manera que (lo digo irónicamente) ahora en las aldeas ya van sabiendo como hay que hablar. Doble diglosia: en relación con el castellano y en relación con el gallego normativo.

[4] Y la razón que se da para considerar que el gallego rural es castrapo es que el léxico está fuertemente contaminado de castellano. Es cierto en parte. Pero una lengua no es sólo un léxico y esto lo saben los lingüistas, luego ¿por qué ignoran lo bien que conservan la fonética, la prosodia, los rasgos fonéticos dialectales, la colocación de los pronombres etc.? ¿Será que no les parece elegante? Será.

[5] Las personas que durante los siglos oscuros, a primeros del XIX y aún mucho después, se propusieron escribir algo en gallego, se valían de una materia prima informe, sin modelar, asilvestrada, de una lengua conservada durante años y años en simple estado de habla”. Mariño Paz, 1998, Historia da lingua galega, p. 448.
[“As persoas que durante os séculos escuros, o primeiro XIX e aínda moito despois se propuxeron escribir algo en galego valíanse dunha materia prima informe, sen modelar, asilvestrada, dunha lingua conservada durante anos e anos en simple estado de fala”. Mariño Paz, 1998, Historia da lingua galega, p. 448. ]

[6] La misma generación que a mis doce años se burlaba de quienes hablábamos gallego, ahora decidían por qué normas debían regirse los hablantes para hablarlo bien: durante mucho tiempo me negué a escuchar esa lengua y a usarla. Finalmente, en un deseo de superar resentimientos, leí todos los atrasos y escribí Casa pechada. Al fin y al cabo, lo malo no era establecer una norma estándar (incluso puede considerarse útil, considerada como una variante más) sino despreciar las variantes no normativas.

Nota: Debo las citas 2 y 5, que recojo a pie de página, a la profesora Montserrat Recalde. Mi agradecimiento y mi apoyo incondicional a su trabajo en favor del mundo rural y su lengua.

Leer el texto traducido al francés

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